No
hay deseo que no sea legítimo.
No
hay deseo que no sea real.
No
hay deseo que no sea infundado
Nos habremos perdido un sábado…
Prolongábamos la noche hasta el rugido del primer gorrión, y
era la evidencia de que todo había sido
en vano la que ganaba una vez más y nos volteaba de una trompada.
Sábado parece el nombre de algo maldito.
Sábado tras sábado, durante miles de años. O quizás unos
pocos, o tal vez solo uno, ya no podemos saberlo. Cualquier sábado puede ser en
sí mismo todos los sábados de la eternidad , prometiendo perversamente que acontecerá lo que nunca.
Y nosotros a la deriva mirando siempre todo desde afuera.
Mentira.
Zombies hermosos al principio, ajándonos y agrietándonos
lenta, inexorablemente sin advertirlo en lo inmediato, hasta el momento en el
que el espanto no permitiera reconocernos en el afantasmado reflejo de alguna
vidriera nocturna, ajenos a la inutilidad manifiesta que durante el día mueve
al mundo.
El deseo nunca es nuestro, el ansia nunca es nuestra, pero
sí es nuestro el cuerpo que arde
inconducentemente durante sábados, sábado tras sábado, iluminando con su
chisporroteo desordenado alguna de esas calles nocturnas que no conservará
huella alguna de ese fulgor cuando hayamos desaparecido.
Alguien ha estado haciendo de todo esto un gran negocio, que
ni siquiera le interesa. Pero no puede dejar de hacerlo, es evidente. Parece
llevarse la mejor parte, pero quién sabe. Eso es lo que proverbialmente siente
quien, como nosotros, mira siempre desde afuera. Mentira.
A nosotros nos tocaba lo nuestro. Con elegante torpeza
logramos cada uno de esos tesoros que se nos disgregó entre las manos con el
primer indicio del amanecer, esa otra pesadilla, para no haber sabido nunca
fehacientemente si el tesorito había sido una alucinación, y perdiendo cada vez
una vida, la última.
Tragedia.
Pero el estupor era disipado por el ánimo de revancha, olvidándolo
todo el sábado siguiente, volviendo a creer, contando infinitas vidas. Pero no.
Acobardados vampiros desertores nunca beben sangre, pero eso
no los redime.
Siempre ha llegado el día en que la cuerda se corta, los
espejos estallan.
La verdad de la que fuimos fugitivos nos alcanza, nos va a
hablar de frente, implacable.
Las cosas, sin el velo que las cubre, pueden abismarnos
hacia la desesperación destruyéndonos. Sería un alivio.
Pero el desastre se posterga indefinidamente: detrás del
velo rasgado, rápidamente otro velo cubre el tajo.
Toda la vida como un sistema de veladuras:
la felicidad es la impostora que vela a la desdicha,
la desdicha, vela al estupor,
el estupor vela al sinsentido,
el sinsentido vela a la desidia de vivir,
y la desidia posterga al estallido que nos haría fugazmente
maravillosos.
La verdad es una estrella fugaz aniquiladora: puede llegar a
pulverizarlo todo y luego nadie sabrá si el polvo de estrellas fue por su causa
o por un lamentable malentendido. Pero nosotros, vampiros desertores, no
conocemos a quien haya alcanzado a verla.
Entretanto, las apariencias rápidamente se reemplazan entre
sí, como miasmas emanando del cuerpo que ha olvidado cómo vivir por fuera de
ellas.
Casi nunca sucede lo
que nos aterra desde algún pliegue oculto: mirar de frente lo que nos dejaría
ciegos.
Ni siquiera el incipiente clarear del día anunciado por el
primer amanecido rugido de gorrión nos ha pulverizado como debería haberlo
hecho.
Nos habremos perdido un sábado para poder creer haber estado yendo hacia
algún lado.