Sabemos que algo le ha hecho pensar que su deseo no está
a la altura del mundo. Luego, que es él quien no está a la altura de su deseo.
Eso de estar a la altura implica una capitulación. Hay
jerarquías. Algo las impuso. Uno las acepta. Uno, eso que está al final, o al
principio; se pensaría. ¿O todo lo que lo suplanta?
Esa sospecha es su nuevo tesoro. Sabemos que ha querido
desbaratar entonces lo intruso, lo impostor; que ha querido llegar hasta lo
último o lo primero.
Un día estuvo deshaciéndose de todos los dedos índices
que lo señalaron.
Después ha dejado a un lado las voces de los otros, que
casi siempre son un recuerdo y que siempre son una orden; aunque no lo
parezcan.
Ha procurado olvidar la súplica de todas las caricias; lo
más adictivo. Ya no las ha atesorado. Las ha dejado caer de sí.
Lo más difícil se ha hecho fácil: ya no ha querido
agradar.
Todo fue siendo nada, por decirlo de algún modo.
Y el deseo de llegar hasta lo último o lo primero ha
persistido. Ya sin sentido, diremos aún; ya sin sentido.
En su afán, insatisfecho, ha intentado avanzar. Escribiéndolo.
Y ha comprendido que si va a escribir, su intento por llegar hasta lo último, o
quizás lo primero; ha sido su primer naufragio. Se escribe con la sospecha, las
voces, las caricias y todo lo demás. Para agradar, claro. Porque uno aún no
está a la altura de su deseo. Y porque uno se miente todo el tiempo.