Le han llamado felicidad o algo parecido: es un velo que se
teje a sí mismo urdiendo una extraña trama con que los cuerpos invisten todo lo
que esté a su alcance, quizás gozosamente, quizás bajo la amenaza de desgracias
inimaginables.
Ese velo disimula la desdicha. No es fatal.
La desdicha es otro velo que aparta de la vista a la
desesperación, que es otro velo que acalla al sinsentido. Nada demasiado
trágico.
El sinsentido es otro velo que oculta la desidia.
La desidia, otro velo, excusa la misteriosa e indefinida
postergación de ese estallido que nos haría a todos maravillosos por un segundo
para que todo sea en ese segundo, maravilloso, el tiempo que a lo maravilloso
le basta y sobra para manifestarse.
Los opuestos se parecen de manera perturbadora.
Esa explosión que no suele ocurrir es muy similar a la que
sucede frecuentemente.
La conmoción dura un rato, la gente se pregunta por qué
pasarán estas cosas y después de un par de intercambios de opiniones levemente
peligrosas, la conversación deriva hacia las rutinas de no decir casi nada.
Hablando sin pausa, de ser posible.
Se limpiará la escena lo más rápidamente posible, llegarán
los encargados de llevarse el cuerpo al que le acaba de estallar la cabeza y
todo seguirá por los carriles previstos, porque finalmente esas cosas siempre le
suceden a algún otro.
Luego:
Se tejerá nuevamente la felicidad del velo feliz.
Velo por si llegara a resultar siniestro.
Sonrisas capitalizables.
Mohines rentados.
Y buenos deseos.
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