No diría el cuerpo que todo fue mentira, porque no suele
hablar.
Si hablara tal vez diría que nada fue verdad.
No.
Diría mejor, mejor que esto:
El nombre propio, mutante como un animal fantástico. Señuelo, abracadabra,
santo y seña, fetiche o súplica.
El nombre propio cifrando planes atroces con que la felicidad y sus tiranos
cercan el mundo.
El nombre propio deviene una extorsión, un chantaje. Te lo pronuncian como una
amenaza acogedora, como quien calcula y anuncia con una sonrisa lo que
infinitamente se le debe a cambio de prodigar la próxima bocanada de aire.
Verdad es mentira como una respiración se desmiente hasta la asfixia.
Y la asfixia no suele ser favorable a ideas claras:
el nombre no es mutante.
Nada más rígido, nada más detenido que un nombre, para
pudrirse sin respiro.
Es el cuerpo lo que se ha ido de allí.
Es lo que primero lo sabe.
Y mira perplejo la estupidez que lo atraviesa, obstinada y fastidiosa que mueve
su mano y escribe.
No le importa demasiado ,no obstante.
No necesita palabrejas para irse a respirar.
Ya se ha ido.
Siempre se ha ido.
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