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La aristócrata apenas se divisa de lejos entre la niebla.
Ha avanzado hacia aquí y se la prefigura más nítida, porque desplaza la niebla a medida que camina, y deja una estela de niebla más densa por detrás. A sus espaldas solo queda confusión.
Es una aristócrata, claramente. Cada quien nace donde le
toca.
Viene con su cetro en alto y se detiene ante cada contenedor para hurgar dentro. Es un señuelo.
Unos pasos detrás la sigue su desarrapado cortesano
arrastrando los trastos que habrá rescatado, el sí, genuino hurgador de la
basura.
La cabeza de la aristócrata viene coronada con unas rastas
anidadas en un rodete inmenso que la sugiere y ofrece en veinte centímetros más de altura.
El desarrapado se arrastra como un carro destartalado que fuera perdiendo sus piezas oxidadas a su paso. Ella se menea atinadamente con sus calzas como una gata vagabunda buscando algún dueño provisorio.
Ha mirado hacia aquí lanzando por el rabillo del ojo un
dardo envenenado que no ha dado en el blanco porque en este sitio solo hay un
fantasma melancólico de mirar.
Sigue.
Hundirá su cetro en el próximo montículo de basura y su
desarrapado, cada vez más rezagado, revisará si hay allí algún tesoro.
Algo balbucean.
Se van desdibujando en la espesura que la aristócrata deja tras de sí pero aún presencian el desierto
nocturno.
Finalmente, han desaparecido.
Los semáforos siguen con su trabajo intermitente e inútil
coloreando la niebla de la avenida desierta al borde del parque que alberga algún espectro esporádico que troca con otro espectro el tiempo ajeno a
cambio de apurar su propia extinción
La eternidad sólo puede durar quince minutos aquí.
Después de la eternidad se detuvo en la esquina la nave de
un pipiolo de la que bajó la aristócrata después de hacer el trabajo que se
ganó con su aristocracia.
El desarrapado retrocede desde el más allá, arrastrando su
cuerpo destartalado y sus trastos, dejando algunos cartones por el camino,
enfurecido. Su balbuceo se hace estentóreo y aparenta decir " puta de
mierda, hija de puta, te voy a matar"
La va a matar.
La aristócrata pasa como una brisa a su lado, algo le habrá dicho y él no atina a otra cosa que seguirla por detrás, lanzando sus últimos ademanes, insultos y escupitajos antes de que las fuerzas no le permitan más que reanudar lo que siempre será: la aristócrata por delante a la caza del próximo pipiolo y él por detrás, recolectando las sobras de los vasallos de la ilusión y la esperanza, que duermen ahora la nada de sus vidas felices o no, más allá de las ventanas veladas. en las tripas de los edificios que pretenden inútilmente hacerse ver y adornar la avenida, como zombies desfigurados por la niebla y el sinsentido.